viernes, 9 de octubre de 2015

Teología de Agustín de Hipona.


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Facultad de Teología de la USTA/Asignatura: Patrología
Seminarista: Michael Daniel Cuevas
Bogotá: 22 de mayo de 2015.
Teología de Agustín de Hipona.
Nació el 13 de noviembre del 354 en Tagaste, Numidia, hijo de un consejero municipal y modesto propietario. Estudió en Tagaste, Madaura y Cartago. Enseñó gramática en Tagaste (374) y retórica en Cartago (375-383), Roma (384) y Milán (384-386). Tras leer el Hortensio de Cicerón (373) inició su búsqueda espiritual que le llevaría primero a adoptar posturas racionalistas y, posteriormente, maniqueas. Le atrajo especialmente del maniqueísmo el racionalismo del que presumían, su insistencia en un cristianismo espiritual que excluía el Antiguo Testamento y su pretensión de comprender el problema del mal. Decepcionado del maniqueísmo tras su encuentro con el obispo maniqueo Fausto, cayó en el escepticismo. Llegado a Milán, la predicación de Ambrosio le impresionó, llevándole a la convicción de que la autoridad de la fe es la Biblia, a la que la Iglesia apoya y lee. La influencia neo-platónica disipó algunos de los obstáculos que encontraba para aceptar el cristianismo, pero el impulso definitivo le vino de la lectura de la carta del apóstol Pablo a los romanos en la que descubrió a Cristo no sólo como maestro sino también como salvador. Era agosto del 386. Tras su conversión renunció a la enseñanza y también a la mujer con la que había vivido durante años y que le había dado un hijo. Tras un breve retiro en Casiciaco, regresó a Milán donde fue bautizado por Ambrosio junto con su hijo Adeodato y su amigo Alipio. Tras una estancia breve en Roma, en el puerto de Ostia murió su madre, Mónica se retiró a Tagaste donde inició un proyecto de vida monástica. En el 391 fue ordenado no muy a su placer sacerdote en Hipona y fundó un monasterio. En el 395 fue consagrado obispo, siendo desde el 397 titular de la sede. Aparte de la ingente tarea pastoral que iba desde la administración económica al enfrentamiento con las autoridades políticas, pasando por las predicaciones dos veces a la semana, pero en muchos casos dos veces al día y varios días seguidos desarrolló una fecundísima actividad teológica que le llevó a enfrentarse con maniqueos, donatistas, pelagianos, arríanos y paganos. Fue el principal protagonista de la solución del cisma donatista, aunque resulta discutible la legitimación que hizo del uso de la fuerza para combatir la herejía, así como de la controversia pelagiana.

En una magnífica conjunción de fe y razón, el pensamiento agustiniano gira en torno a Dios (el ser sumo, la primera verdad, el eterno amor sin el que es imposible hallar el descanso del alma) y el hombre. Este último es considerado por Agustín una “magna quaestio” sólo iluminada por el hecho de su creación a imagen de Dios. En la naturaleza inmortal del alma humana está impresa la capacidad de elevarse hacia la posesión de Dios, si bien esta circunstancia queda deformada por el pecado y sólo puede ser restaurada por la gracia. A los problemas filosóficos del ser, el conocer y el amar, Agustín ofrece una respuesta que arranca de la creación, la iluminación (auténtico quebradero de cabeza de los estudiosos de san Agustín) y la sabiduría o felicidad que sólo puede ser Dios mismo. Su método teológico descansa en la adhesión a la autoridad de la fe que se manifiesta en la Escritura (de origen divino, inerrante, leída literalmente en sus argumentaciones dogmáticas y con concesiones alegóricas en la predicación popular), leída a la luz de la Tradición y dotada de un canon establecido por la Iglesia. Esta unión a la Escritura ha de vivirse en y expresarse con exactitud terminológica. Su teología trinitaria se injerta en el proceso anterior de la Tradición y va a influir poderosamente en el desarrollo de la teología trinitaria occidental. En ella enuncia el principio de igualdad y distinción de las personas e intenta explicar psicológicamente la Trinidad como reflejo de la tríada de memoria, inteligencia y voluntad. Asimismo reformula Agustín la doctrina de la Encarnación, que resultó decisiva en el proceso de su conversión, y preludia en su terminología a Calcedonia (“dos naturalezas pero una sola persona,” “uno y otro, pero un solo Cristo,” etc.). Los dos temas a los que Agustín se dedicó con más profundidad fueron el de la salvación y el de la gracia. El motivo de la Encarnación fue la salvación de los hombres de lo que se desprende que nadie puede salvarse sin Cristo (de esta teología de la redención, Agustín deduce la del pecado original, donde se percibe una visión pesimista del hombre quizá influida, al menos en parte, por la propia experiencia personal del teólogo), que se ofrece como sacrificio perfecto al Padre con el que “purgó, abolió y extinguió todas las culpas de la humanidad, rescatándonos del poder del demonio”. Tal aspecto queda ligado en la teología agustiniana con el de la justificación. Esta que se da a través de la fe produce una remisión de los pecados “plena y total,” “plena y perfecta”, sin excepción de pecados. A continuación, se produce en el creyente una renovación progresiva cuya consumación se producirá sólo con la resurrección, lo que dota a la justificación de un matiz escatológico. Papel inexcusable desempeña en todo este proceso la gracia. Sin ella es imposible convertirse a Dios, evitar el pecado y alcanzar la salvación plena. Esta gracia es un don gratuito de Dios, como lo es también la perseverancia final. Incluso los méritos humanos no son sino don de la gracia. Esta insistencia en defender la gratuidad inmerecida de la gracia le llevó a desarrollar el tema de la predestinación que, en su opinión, es el baluarte que defiende a aquélla. Dios tiene en su haber una gracia que ningún corazón podría rechazar de verse expuesto a la misma. Por qué no la usa con todos es un misterio ante el que Agustín se inclina humildemente aceptando que, en cualquier caso, Dios no es injusto ni cruel en su ejercicio de la gracia. No hace falta decir que este énfasis agustiniano en la gratuidad de la gracia y en el carácter predestinacionista de la misma llevó desde, prácticamente, su misma vida a posturas extremas al respecto. Sin entrar a fondo en el tema podemos señalar que, aun admitiendo esta delineación del pensamiento del teólogo, lo cierto es que, en términos generales, resultó mucho más matizado que el de otros auto-res que lo utilizaron para sostener sus puntos de vista, desde Godescalco (s. VII) a Lutero (s. XVI), Calvino (s. XVII) o Jansenio (s. XVII). Eclesiológicamente, Agustín no es unívoco en la utilización del término “iglesia” refiriéndose tanto a la comunidad de los fieles, edificada sobre el fundamento apostólico, como al conjunto de los predestinados que viven en la dichosa inmortalidad. Considera hereje no al que yerra en la fe sino al que “resiste a la doctrina católica que le es manifiesta”, la cual se expresa en el símbolo bautismal, en los concilios y en la sede de Pedro, que siempre disfrutó del primado. Agustín subraya, al igual que en el tema de la justificación, el carácter escatológico de la Iglesia que se consumará en la eternidad. Dado que comprende a los predestinados sólo, los pecadores únicamente forman parte de ella “en apariencia” y los justos que no perseveran no son hijos de Dios. Sacramentalmente, Agustín acepta la validez del bautismo fuera de la Iglesia pero niega que sea provechoso. El mismo es necesario para la salvación aunque puede existir también de deseo. La Eucaristía se relaciona dentro de un claro simbolismo de signo eclesiológico, pero parece que Agustín comparte la creencia de que el pan se transforma en el cuerpo de Cristo y el vino en la sangre, así como, al menos en cierta medida, el contenido sacrificial de la Eucaristía. Por otro lado, parece favorecer la práctica de la penitencia en público. Mariológicamente, Agustín sostuvo el nacimiento de Dios de la virgen María pero no llega a utilizar la terminología de “madre de Dios” típica de Oriente. Afirmó igualmente la virginidad perpetua de María, aunque la consideró verdadera esposa de José y asimismo sostuvo que María no había sido manchada por el pecado si bien aún está lejos de desarrollos dogmáticos posteriores. Murió en el 430 durante el asedio de Hipona por los vándalos.
Referencias Bibliográficas:
Bernardino A, “Patrología III la edad de oro de la literatura patrística Latina” editorial Biblioteca de Autores Cristianos, Tercera Edición, Madrid 1977.


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